por Héctor Silva Michelena.-
Decía
el poeta Thomas Merton: “La esperanza que descansa en cálculos pierde su
inocencia.
Y también veracidad”. La esperanza se define como uno de los sentimientos más
positivos y constructivos que puede experimentar un ser humano. La esperanza es
aquel sentir que hace que un individuo construya hacia un futuro cercano o
lejano una situación de mejoría o de bienestar. Es decir, la persona dispone de
total confianza de que ocurrirá o sucederá aquello que espera. Para que tal
sentimiento se haga presente, la persona debe contar con una actitud optimista,
volviéndose entonces la esperanza en algo mejor, algo que por el contrario será
muy difícil de sentir en casos de depresión, angustia o ansiedad.
A
diferencia del optimismo, la esperanza es un tipo de sensación que surge generalmente
ante situaciones determinadas y específicas, mientras que el optimismo es más
bien una actitud constante hacia el modo en que se desarrollan los eventos en la
vida de cada uno. La esperanza puede aparecer y desaparecer de acuerdo a las circunstancias
y, al mismo tiempo que nos consideramos esperanzados sobre la resolución de un
tema particular, podemos no sentir lo mismo cuando las circunstancias cambian.
La esperanza es entonces descrita como un estado de ánimo y no como una actitud
hacia la vida, aunque ambas cosas —la esperanza y el optimismo— pueden
complementarse. Y es con este fin complementario, fundido en un propósito, que
escribo estas líneas. Puedo decir, pues, que la
esperanza es un estado de ánimo optimista en
el cual aquello que deseamos o aspiramos nos parece posible. En este sentido,
la esperanza supone tener expectativas positivas relacionadas con aquello que
es favorable y que se corresponde con nuestros deseos. La esperanza es lo contrario a la desesperanza, y,
como tal, muchas veces sirve como asidero moral para no caer en el desaliento,
para no perder la serenidad ni perder de vista aquello que se anhela
alcanzar. De allí que la esperanza alimente
positivamente nuestras
aspiraciones.
La
mitología griega explica el origen de la esperanza a través del mito de la caja
de Pandora. Según cuenta la historia, Zeus, luego de que Prometeo le robara el
fuego
para
dárselo a los hombres, se enfureció y regaló a Pandora, mujer del hermano de Prometeo,
una caja donde estaban encerrados todos los males del mundo. Pandora, con una
curiosidad innata infundida por los dioses, abrió la caja para ver su contenido
y todos los males fueron liberados, pero la cerró rápidamente, quedando dentro únicamente
la Esperanza. ¿Y cuál es el fin de esta esperanza fundida al optimismo?
La libertad, pues.
Lo
que Merton nos enseña es que la esperanza no puede, no debe erigirse sobre el cálculo
económico o sobre frías cifras. Venezuela es un ejemplo terminante: llevamos más
de tres años azotados por una profunda y extensa crisis societaria, sistémica,
que ha sumido a nuestro pueblo en la pobreza, la enfermedad y la miseria, y, no
pocas veces, en la desesperación. Las cifras dicen lo que el operador quiere,
y, en el caso de gobierno actual, falsea la verdad. Otra cosa son los datos
emanados de la honestidad, de la veracidad: en Venezuela son el altorrelieve de
un dolor no sólo general dentro de una sociedad cada vez más conculcada, sino
un relato de una la ideología totalitaria que, bajo una retórica
revolucionaria, atenaza a toda la Nación.
¡La
libertad! Si existe algo de divino en lo humano, eso es para los oprimidos el
anhelo de libertad; un deseo de libertad contagioso que explica el devenir de
la historia de la humanidad. A ese mismo anhelo responde el propio afán por
reconciliar nuestras hondas creencias en la verdad y la libertad, a pesar de
que la consecuencia de tal empeño fuera la soledad y el aislamiento. Una de las
tesis más conocidas en este sentido es aquella que afirma que la historia
constituye el desarrollo progresivo de la libertad. No se trata de una afirmación
puramente historicista, pero puede relacionarse con una tradición de pensadores
—entre los que se cuentan Locke, Leibniz, y más recientemente, Rawls y Nozick—
que consideran que existen en la historia acciones humanas que conducen a los
hombres hacia una comunidad de aire libre; que la historia es el escenario dramático
de la lucha entre el bien y el mal, entre el poder absoluto y la libertad. Si
la voluntad acompaña al hombre en este proceso, al final, a pesar de los
errores y desvíos, la idea de libertad no se perderá para siempre.
Los
hombres poseen una voluntad y una conciencia libres, son responsables de sus decisiones,
y nunca puede justificarse una conducta inmoral ni por el éxito ni por la razón
de Estado. El fin del orden político es, para los demócratas, la libertad. Es
el más elevado fin e ideal político, pues para el verdadero ciudadano, la
libertad es siempre un fin, nunca un medio. Una libertad que tiene un claro
contenido moral, puesto que da al hombre la posibilidad de hacer las elecciones
morales correctas y perseguir los más altos fines privados y públicos. La
libertad significa, pues, la seguridad de que estoy protegido cuando hago lo
que creo que debo hacer en contra de la presión de la autoridad, la mayoría, la
costumbre o la opinión. Y es en la conciencia donde esta libertad reside; la
conciencia individual es el santuario de la libertad. Así, pues, aunque la
libertad se manifieste exteriormente, es una condición interior; por eso el
respeto hacia la conciencia es el germen de toda libertad civil.
Desde
luego, no desestimo la igualdad, pero sí combato el igualitarismo como tabula rasa porque
ignora la irrevocable diversidad y heterogeneidad de los mundos natural y humano.
Los hombres saben desde hace tiempo que es muy alto el precio de la desigualdad,
y que la tendencia moderna, que arranca en el Renacimiento, es hacia la formación
de una sociedad de hombres libres e iguales. Ahora recuerdo la incumplida (¿e
incumplible?) utopía de Marx, en el Manifiesto
Comunista (1848): una vez disueltas
todas las clases y, por lo tanto, también abolida la supremacía del proletariado,
verá la luz en reemplazo de la vieja sociedad burguesa, “una asociación en
la cual el libre desarrollo de cada uno es la condición para el libre
desarrollo de todos”.
La
Historia contemporánea ha demostrado, trágicamente, que las utopías en sí
mismas
son inofensivas, cuando representan la natural aspiración humana a un mundo mejor;
pero en manos de una casta burocrática en el poder, ha sido y sigue siendo un temible
instrumento de suplicio, de agonía y de muerte.