martes, 24 de agosto de 2010

LITURGIA

En la búsqueda de algunos logros, las razones del crecimiento y la penetración del pueblo pentecostal entre cierta capa de la población, se ha enfocado el modelo de culto como factor importante de tal éxito.

Se dice que la espontaneidad, la alegría, la participación testimonial, los cantos pegadizos, las manifestaciones físicas o corporales como las palmas o el movimiento de manos, la mayor cantidad de instrumentos y la habilidad de un director de canto, o de adoración como se dice ahora, producen ese efecto o resultado.

Pareciera tan determinante ese factor, que algunas iglesias tradicionales o conservadoras, valiéndose de ese razonamiento, forzaron cambios, copiaron el modelo y hoy exhiben cultos muy parecidos a los que por muchos años se ha conocido como la forma pentecostal de culto.

Hay quienes dicen que esta nueva forma, con sus temas, su música, y la expresividad que permiten, ha llegado en el momento oportuno acompañando o siendo factor de un movimiento de crecimiento y renovación espiritual. De esa manera y con ese razonamiento, parecen sugerir una especie de aprobación divina para tales formas.

Otros, por el contrario, la rechazan señalando la creación de un campo propicio para la manipulación o argumentando que, solamente proveen para los sentidos, creando además de desorden, el rechazo de un buen sector de nuestro pueblo. No parece haber un punto medio; o se reemplaza todo, se tiran los viejos himnarios, se nombra un director de adoración, o se sigue igual; cantando mal, con déficit de instrumentos y sin dirección de canto.

Algunas reflexiones sobre el tema podrían ayudar en la búsqueda de un equilibrio, la corrección de abusos, o advirtiendo al menos, ciertos riesgos que se corren.

Muchas veces hemos escuchado de personas que concurren a ese tipo de reuniones o cultos, expresiones como éstas: "Me siento tan bien, o me hace tan bien". Con esta sensación de bienestar se convalida entonces la tiranía de las formas en ese intento que en esencia buscará, no sólo agradar a Dios sino también reconocer y engrandecer su nombre, y que cuando ello se consigue, invariablemente sentiremos nuestra impotencia e insignificancia.

Es posible que así suceda, o así deba ser, que tengamos que sentirnos bien en el culto, máxime cuando en el ambiente de la vida común abunda la crítica, las quejas, la onda negativa como se acostumbra decir ahora. Pero de todas maneras, si el culto, o esa parte del culto, donde el canto y la alabanza se practica sólo en la búsqueda de un bienestar personal, ¿no podría verse también como una huida hacia algunas sensaciones que bien pueden ser valederas pero que en definitiva funcionan como el escape a otras realidades?

Y en verdad que cada uno que acude al culto a Dios en este tiempo, difícilmente no se halle involucrado en realidades tan duras como: crisis personales, familiares, o frustraciones de distintos tipos, además de los desequilibrios que hoy sufre nuestro pueblo, tales como, pobreza, injusticia, dolor y enfermedad.

Si convocar y mantener una mayor cantidad de gente es tomado como señal de éxito, debe tenerse en cuenta también que, en la óptica de los valores y realidades que implica el ser cristiano, tal señal sería apenas una faceta de lo que legítimamente puede llamarse éxito en el avance del Reino de Cristo.

En ese sentido cabría preguntarse también si esas formas no provocan cierto rechazo, ya que habrá muchos que eviten estar en ambientes tan ruidosos, ante el reconocimiento de que allí las exteriorizaciones se estimularán permanentemente.

Se escucha decir también a quienes promueven o sostienen estas formas, que el argumento crítico, presentando el consejo bíblico de hacer todo "decentemente y en orden", puede significar poner freno a la obra del Espíritu, quitándole soberanía sobre su forma de actuar y prestándose a un juego simulatorio de seriedad o circunspección mezquina y calculadora.

No se puede negar con cierta lógica, que prestarse a todas las exteriorizaciones, a veces no es otra cosa que responder solamente a incitaciones de quien está dirigiendo un culto. ¿Quién simula entonces, el que se resiste a esas formas, o el que las provoca, para decir luego que Dios está satisfecho o se ha hecho presente en medio de ese clima y esa forma de adoración?

No cabe duda que en la exteriorización de sentimientos y emociones, no sólo está el gozo y la alegría, que es lo que más parece estimularse por parte de quienes dirigen este modelo litúrgico. ¿Qué sucede con la tristeza, la angustia de algunos y la desesperación de tantos en este tiempo? ¿O no hay poesía, canto, oraciones, palabras y gestos que apunten a esos sentimientos para que se mire a Dios y se escuche lo que tiene para decirles en su Palabra?

Prueba de esto podrían ser las numerosas canciones que inspiradas en medio de la persecución y del martirio han sobrevivido, sosteniendo y alentando a tantas generaciones de cristianos a través del tiempo.

Me parece interesante a esta altura de las cosas, citar a John Stott en su reflexión sobre el balance entre la alegría y la reverencia «El cristianismo es una religión alegre, y todo culto tendría que ser una celebración. La celebración del hecho poderoso de Dios en Cristo Jesús…la adoración de la primitiva iglesia era muy gozosa, pero nunca llegó a la irreverencia. Si algunos cultos hoy son como funerales hay otros que son demasiado alegres, porque no reconocen la grandeza y la majestad de Dios. De modo que si la alegría es una marca de la iglesia, la reverencia es otra…Debemos recobrar el balance en la adoración de la primitiva iglesia, formal e informal, alegre y reverente.» (1)

Un aspecto también digno de analizar, es el alto nivel o volumen usual en esos cultos. Hace muy poco una persona ajena al ambiente cristiano me señalaba precisamente con mucho asombro, cómo en un pequeño garaje había visto instalarse un lugar de culto con su correspondiente equipo de sonido, que incluía enormes parlantes… Me parece, decía, que las 15 o 20 personas que entran en ese espacio podrían oír perfectamente sin necesidad de un equipo de sonido, y en su conclusión, señalaba que probablemente eso tenía que ver con el tipo de música, los hábitos o la cultura de mucha gente religiosa o no, que parece sentir como una demanda imperiosa, la música a todo volumen que ensordece y que crea un ambiente propicio para muchas sensaciones, menos para la reflexión.

Trato de observar la cuestión con los planteos que a mi parecer se desencadenan en forma lógica, aunque no puedo responderme a muchas de las preguntas que el fenómeno suscita, tales como:

¿Se trata de acompañar sólo con nuestro cuerpo, puesto en actitud de adoración, todo lo que debiera ser un intento válido del corazón y de la mente, de alabar y adorar a Dios?

¿No habrá un equilibrio más justo entre la expresión y la reflexión, sin necesidad de extravagancias en uno u otro sentido?

¿No hay peligro de confusión entre expresiones culturales modernas que pasan por el ruido ensordecedor, en detrimento del silencio para mirarnos interiormente, o dejar que la Palabra de Dios alcance nuestra interioridad?

¿Será que es la hora de desmitificar el dominio de las emociones, para dar rienda suelta a ellas, conviniendo que hay madurez y desarrollo en quienes se «desinhiben así» delante de Dios?

¿Será válido cuestionar las formas que proveen cierto bienestar momentáneo o permanente, que influyan en el carácter cristiano, el gozo por ejemplo, sin medir el riesgo de escape que proporciona?

Cabe también la pregunta relativa a la afirmación con que se inicia esta nota: ¿Se debe a este tipo de liturgia el presunto éxito de las iglesias que la practican?

Vale la pena también una reflexión sobre un gran déficit en casi todas las formas de cultos. No es tanto el orden, ni la disminución de los decibeles y los ruidos…se trata del silencio.

Creo que nos acomplejamos si convocamos a orar y no escuchamos a alguien hacerlo en voz alta, y si se escucha el murmullo cuando todos lo hacen a la vez mejor todavía…Despreciando el silencio para que cada uno escuche y pueda decir amén a la oración del otro, lo más común es que se incite a hacerlo en voz alta, y quien está al frente, micrófono en mano, termine haciéndolo a los gritos.

Alguna vez leí sobre la necesidad de cultivar el silencio, lo que evidentemente para estos tiempos es un ejercicio casi imposible. Se pasaron los tiempos en que se llegaba al culto con anticipación, tanto como para prepararse para adorar, alabar, recordar o escuchar al Señor…y esa preparación se hacía justamente en silencio, con la Biblia abierta, arrodillados o inclinados, en la paz de un imperturbable silencio…

A propósito del silencio transcribo un párrafo de Richard J.Foster:

"Una de las razones por las cuales no aguantamos el permanecer en silencio es que nos hace sentir completamente indefensos. Estamos muy acostumbrados a confiar en que las palabras manejen y controlen a los demás. Si nosotros callamos, ¿quién tomará el control? Dios lo tomará; pero nosotros nunca dejaremos que él lo tome mientras no confiemos en él. El silencio está íntimamente ligado con la confianza.

La lengua es nuestra arma más poderosa para la manipulación. De nosotros fluye una frenética corriente de palabras, por cuanto estamos en un constante proceso de ajustar nuestra imagen pública. Tenemos el profundo temor de que otras personas vean en nosotros lo que pensamos, así que hablamos a fin de enderezar el entendimiento de ellos. Si yo he hecho algo malo y descubro que tú lo sabes, ¡me sentiré muy tentado a ayudarte para que entiendas mi acción! El silencio es una de las más profundas disciplinas del Espíritu, por cuanto hace que se detenga eso.

Uno de los frutos del silencio es la libertad para permitir que nuestra justificación descanse por completo en las manos de Dios» (2)

Vale la pena prestar atención a lo que dice Foster sobre el silencio, aunque en su obra también pondera la alegría en el culto y ciertas actitudes o expresiones físicas, según él, muy adecuadas a la adoración.

Sería importante también, reflexionar sobre el papel de las emociones en el culto cristiano. Como base para ello me atrevo a citar algunos párrafos de aquel notable maestro y teólogo, el Dr. Juan A.Mackay.

Él cuenta como una experiencia inolvidable vivida en Chile, su conversación con José Gálvez, a quien señala como el educador más notable de su tiempo.

"José Gálvez me dijo: Amigo Mackay, yo estoy convencido de que ustedes los protestantes no van a llegar jamás al alma de los ^rotos^ chilenos como llaman allá a la clase más baja. ¿Por qué?, le dije yo. Porque ustedes tienen un modo de ser demasiado frío, demasiado moralista; no van a poder conmoverlos jamás" Entonces siguió diciendo: «En los primeros tiempos de nuestra historia llegaron los católicos, y con sus ceremonias deslumbrantes, sus ritos y lo demás, lograron transportar a nuestros ^rotos^, en forma muy conmovedora, hacia el sentimiento religioso. Pero todo eso me dijo ha pasado. Los ^rotos^ han vuelto al estado anterior."

Pero sin el conocimiento mío y del profesor sigue diciendo Mackay el movimiento pentecostal había llegado ya a donde vivían los ^rotos^. ¡Y hay que ver la transformación que se ha producido en Chile! ….He aquí una manifestación contemporánea de un emocionalismo evangélico a la vez dinámico y luminoso, que ha sacudido un orden de vida tradicional deprimente, creando una nueva vida en el hombre y en la sociedad»

Sin embargo al seguir tratando el tema del encuentro con Dios y la idolatría del sentimiento, con la gran maestría que lo caracteriza, dice Mackay: «La experiencia religiosa que culmina en el culto puede convertirse en idolatría. Esto sucede cuando el sentimiento o la emoción se persigue por su cuenta, cuando un medio se convierte en fin». Y concluye:

«Emoción hay y debe haber en la vida cristiana. Pero que sea Dios en Cristo y el Espíritu Santo, la fuente y el Reino de Dios la meta de esta emoción, y no un ídolo creado por la emoción misma, que no hace sino estimular la egolatría".(3)

Tal vez a la hora de evaluar nuestros cultos o nuestra liturgia, debiéramos cuidar que nuestras pautas coincidan con las de la Palabra de Dios, y que la hora del encuentro entre Dios y el hombre no sirva para disimular la enorme distancia entre ambos, de tal manera que recogimiento, humildad, asombro y temor a la vez, sean actitudes humanas infaltables en esa instancia crucial de la vida, o de cada momento en el cual decimos adorar o alabar a nuestro Dios.

LA ALEGRIA DE UNA VIDA SENCILLA

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