miércoles, 19 de mayo de 2010

COMPROMISO CRISTIANO

Con su estilo literario, a la vez ágil y profundo, la profesora Elsie Powell nos conduce a reflexionar sobre el modo en que vivimos nuestra religiosidad, y nos confronta con el modelo vivencial y auténtico que nos dejó Jesús.

Todos conocemos "el síndrome del lunes": el momento en que después de haber pasado un domingo activamente involucrados en cultos, alabanzas, oraciones y participación de símbolos, tenemos que "descender" al llano de las actividades mundanas, como hacer compras o interactuar con compañeros de trabajo. Se nos exige otro lenguaje, otros códigos de comportamiento: los normales y cotidianos.

O podría sucedernos al revés. Épocas en las que sufrimos "el síndrome del domingo", cuando -después de una semana activa de participar en proyectos y planteos concretos de la vida laboral, ingresamos al salón de cultos y nos parece vivir la irrealidad de una serie de ritos extraños, en un lenguaje totalmente esotérico. ¿Es inevitable vivir esta escisión entre mundanidad y "religiosidad"?

Antes de intentar contestar la pregunta pasaré memoria a la forma personal en que el término se fue plasmando en mi conciencia y tomando connotaciones cambiantes y a veces contradictorias a lo largo de mi vida.

Lo primero que recuerdo es "la clase de religión", aquélla de la que nos excluían cada semana a los dos alumnos judíos y a mí, a pedido de nuestros padres. El banco más próximo de la galería nos retenía 45 minutos fuera del aula, en silencio y espera. Una situación un tanto incomprensible para nosotros y por eso atemorizante. Mientras nos quedábamos allí muy quietos, escuchábamos el murmullo bien audible de los rezos que aprendía el resto de los chicos del grado. Yo sentía una mezcla difícil de marginación y rebeldía callada. "Se persignan" decía con aire de superioridad, como si fuera una traición a Dios mismo.

Más tarde, en el secundario, vino el lenguaje cargado de pasión acerca de la enseñanza laica y la enseñanza "religiosa". Percibía la belicosidad de las discusiones en el ambiente nacional, cuando un frente unido y heterogéneo trataba de defender con marchas y protestas el laicismo en la enseñanza. Lo hacía en nombre de la democracia progresista. La palabra "religión" se me volvió entonces más maléfica aún: la gente religiosa era enemiga de la libertad, pensaba.

Así fue cómo adquirió poco a poco ese tinte peyorativo en mi conciencia. "Religión" era lo que tenían los otros. "Nosotros tenemos a Dios". Me acostumbré a contestar que: "no pertenecemos a ninguna religión", cuando se me preguntaba por la mía.

¿Es inevitable vivir esta escisión entre mundanidad y "religiosidad"?

Pero las cosas empezaron a complicarse. Las clases de historia del secundario fueron las primeras que me alertaron de pertenecer no sólo a "la verdad" o al "pueblo de Dios", sino a la herencia religiosa protestante, y pertenecer a una forma histórica entroncada con la Reforma.

Descubrí difusamente mis antepasados religiosos, y tuve que admitir que no habíamos aparecido por generación espontánea. Mal de mí agrado comencé a responder que éramos sí, una expresión religiosa (para que me entendieran): la evangélica. "Pero en realidad…" y allí aprovechaba para degradar el concepto de "religión".

Pero la universidad fue el campo de batalla donde más bajas experimenté. Fui saliendo maltrecha y con heridas difíciles de curar. Por ejemplo, al cursar Introducción a la Psicología, una de las primeras materias, el profesor daba cátedra a unos 100 alumnos en el anfiteatro y, hablando de la estructura psíquica, la primera semana ya nos advirtió: "El alma no existe.

Es un resabio del lenguaje religioso". Recuerdo que tomaba apuntes y levanté la mirada un segundo, sorprendida, para agregar rápidamente: "dice el profesor". No estaba segura de lo que había querido decir, pero el resto del año bastó para entender muchas cosas. Entre los síntomas patológicos más recurrentes estaba… la religiosidad. El profesor nos dio a leer algunos textos clásicos de Freud, y nos machacó acerca del daño de los complejos heredados de una defectuosa comprensión de la realidad, que erigía en dios al padre castrador…

Las otras materias contribuyeron al proceso. En Introducción a la Sociología la religión estaba permanentemente vinculada al oscurantismo de la Edad Media y, más tarde, en la Modernidad, a la explotación. Sólo el avance incontenible de la ciencia vencería la batalla. Los escritos de Marx eran claros: Para luchar contra las injusticias era preciso erradicar el principal escollo: el opio de la religión. Las ideologías de los dominadores siempre apelaban al lenguaje religioso para justificarse, y sólo se las podía desenmascarar cuando se acabaran los vapores adormecedores del lenguaje "celestial".

Pero esa misma estrechez agresiva me parecía extraña, y tornaba sospechosos algunos de sus argumentos. Los psicólogos y sociólogos parecían decir muchas cosas acertadas, pero pasado un límite parecían ellos mismos ser los portadores de complejos y resentimientos hacia Dios.

Mucho más sutil e insidiosa fue la materia que parecía defender el sentimiento religioso: Fenomenología de la religión. Leíamos todo lo que había acerca de "la experiencia religiosa". Teníamos que definir filosóficamente "lo sagrado" y algunos textos, como el de R. Otto y William James parecían abarcar con gran hondura las facetas de esa experiencia.

Pero inadvertidamente, esas hermosas descripciones del fenómeno religioso se habían generalizado tanto que estábamos en compañía de chamanes, budistas, sacerdotes chiitas y brahmanes. Adoradores de dioses que nada tenían que ver con el mío. Pero actuaban igual que yo: oraban, hacían ayunos, meditaban, sentían éxtasis de gozo, lágrimas de comunión mística… ¿Cuál era mi identidad? ¿Dónde me diferenciaba de ellos?

Como en otras crisis de mi crecimiento espiritual, busqué la figura de Jesucristo: Necesitaba desesperadamente observarlo, reconsiderar sus palabras, sus gestos. ¿Era él religioso? Si lo comparaba con los fariseos -religiosos por antonomasia-, no. Tampoco respondía claramente a la figura de los sacerdotes de su época, con su legalismo y sus ritos elaborados. Ni encajaba del todo con la de los profetas, siempre angustiados y sin entender todo lo que pasaba, aparte de su mensaje.

Jesús era distinto, casi normal. Otros teólogos decían que su inserción en la vida de su pueblo había sido la de sacudir políticamente los cimientos de las estructuras sociales. Pero…tampoco era político. Al lado de los "políticos" de su época sí mostraba resonancias claramente religiosas que aquéllos no tenían. Hablaba con Dios y en nombre de Dios. Oraba. Hacía milagros y perdonaba pecados en lugar de emprender reformas o revoluciones sociales. Entonces… ¿era o no era religioso?

Poco a poco me di cuenta de lo que su religiosidad significaba. No mostraba el síndrome del lunes. Cada día, cada hora, y cada minuto, estaba en comunión con el Padre. Su comida era ésa. No había nada escindido en su personalidad. Levantar un niño en brazos, o hacer una pesca abundante, transfigurarse ante los discípulos, o hacer un fuego y dorar un pescado para un desayuno después de una resurrección, estaban inscriptas en un solo libreto. Participaba de la vida de Dios como quien respira el aire de cada día.

Quise ser así, natural, espontáneamente llena de impulsos hacia Dios…y fallé. Mordí el polvo de la derrota. Necesité como todos, del pasaje de iniciación a la vida "religiosa". Reconocer que sólo con otros, me llegaba el efecto renovador de los símbolos del pan y el vino para revitalizar mi fe. Reconocer la necesidad de hábito disciplinado de la oración compartida para no vaciarme de su presencia. Necesitaba de la comunión de mis hermanos para aprender de ellos y de sus experiencias religiosas.

Sí. Necesitaba un espacio sagrado en mi alma para concentrarme, aunque la psicología me lo negara.

Un día comentaron en mi trabajo que yo era una persona "religiosa". Sin poder evitarlo me sentí abatida y avergonzada. ¿No podían haber dicho que veían en mí simplemente a una persona de fe? Todavía no me gustaba aceptar ese calificativo.

Reconocí que sólo con otros, me llegaba el efecto renovador de los símbolos del pan y el vino para revitalizar mi fe.

Y todavía me cuesta. Procuro, sí procuro, ser tan natural como era el Señor. Un peregrino en tierra de nadie, camino a una nueva realidad, que no será "religiosa" porque será la única vivible. Ni siquiera habrá templos. La presencia real de Dios nos acompañará, como hoy nos acompaña el calor del sol. Y la "religación" (1), raíz de la palabra que tan poco me gusta, habrá perdido su sentido y su necesidad.

Después de haber escrito estas reflexiones sobre la religiosidad me di cuenta de que en realidad el problema era mucho más complejo y quedaban demasiadas cosas que decir. Lo que escribí quedó archivado durante un par de meses, y habría quedado allí definitivamente si no me hubiera golpeado nuevamente la angustiante paradoja que significa la vida religiosa, la vida de fe.

La metáfora del acorde disonante en música para expresar lo que se siente en una situación trágica, es conocida (2). Es sabido que una discordancia puede ser bellísima (mucho más que los acordes musicales comunes), y que le debe su belleza al hecho de juntar dos cosas que separadas serían contradictorias, pero juntas contribuyen a un acorde armónico y disonante a la vez. Es difícil describir lo que se siente al escucharlo, pero cualquiera con un poco de oído va a saber de lo que hablo.

Pues bien: la vida religiosa es ese acorde, bellísimo a los ojos de Dios, mezcla de dolor y júbilo en el alma del creyente. ¿Por qué digo esto? Porque basta con tomar ocasionalmente el diario para descubrir que junto a la miseria y al fracaso de la existencia humana, hay todo tipo de logros admirables: hazañas del espíritu humano en muchos órdenes. Aquí un deportista se supera y alcanza una nueva marca gracias a su disciplina.

Allá una mujer valiente desafía el orden corrupto y ejerce juicios insobornables. Aparece el libro de un escritor que nos conmueve con su análisis de la existencia humana. El premio Nobel acredita un hallazgo que tendrá consecuencias humanitarias en ciencia…y así. Hay mucho de verdad y de nobleza en el mundo, y no pasa precisamente por lo religioso.

Sentimos el nudo emocional de estar viviendo una paradoja: Estar en el mundo y no ser del mundo. Ver mucha nobleza que dejamos de lado por vivir con mayor coherencia nuestra fe. Muchas verdades que quedarán inexploradas por nosotros porque queremos seguir la Verdad.

Sentimos el nudo emocional de estar viviendo una paradoja: Estar en el mundo y no ser del mundo.

Y lo trágico es tener que vivir la Verdad de una manera tan impotente, tan precaria, y tan frágil como la vivió el propio Jesús. Quisiéramos, como Juan y Jacobo -"hijos del trueno"-, poder levantar esa Verdad en alto y decir "vean, yo la tengo…". Pero no nos es dado semejante poder de convencimiento.

No podemos blandir nuestra verdad como una teoría capaz de competir por un premio Nobel. El relato del establo es una Poesía escrita por Dios en su firmamento, pero no recibiría la faja de los certámenes literarios contemporáneos. Y la Verdad de la encarnación y la resurrección, aunque significan la expresión metafísica y científica más portentosa de los tiempos, no sería creíble en los congresos de ciencia. Ser verdaderamente religioso es tener que asirse a una Verdad sabiendo que ganará a los débiles y a los que "no son", pero no a los sabios de este mundo. Una Verdad que no aparecerá como verdad excepto al corazón de los humildes. Una Belleza que seguirá escondida hasta el fin de los tiempos tras el espectáculo sórdido de una ejecución.

Y uno vive con mucha lucidez esa paradoja. Si algo define la vida de fe, es precisamente el acorde disonante y magnífico que Pablo describió como la muerte de cada día para que la Vida de Dios se haga presente.

LA ALEGRIA DE UNA VIDA SENCILLA

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