jueves, 21 de octubre de 2010

Enciende la llama


El tema que nos convoca en este número requiere emprender una sincera escalada por las alturas de la revelación divina y desde esta perspectiva observar nuestra condición humana y nuestra dimensión espiritual. Es decir, ya de por sí nos demanda un ejercicio espiritual provechoso.
Parece impensable tratar de rescatar un espacio y un tiempo de quietud y recogimiento espiritual de entre la vertiginosa carrera de nuestros días, marcada por la organización, los métodos, los planes, las actividades frenéticas y una gran complejidad religiosa que se llevan nuestro tiempo y atención. Es indudable también, que aun cuando tenemos a nuestro alcance una gran variedad de pasatiempos y beneficios de una sociedad avanzada éstos no satisfacen los anhelos del alma. Desde la profunda pobreza e ignorancia hasta la mayor riqueza y conocimiento humano los seres humanos tenemos conciencia de vacío y búsqueda de lo sublime.
“Como el ciervo sediento en busca de un río, así, Dios mío, te busco a ti. Tengo sed de Dios, del Dios de la vida…” (Sal. 42:1 2) ¿Puedes imaginarte a David escribiendo salmos como éste sentado en una ruidosa oficina comercial? Somos propensos a pensar, por nuestra propia naturaleza humana, que a Dios lo encontraremos con mayor grandeza en medio de una compleja aparatosidad religiosa.
La escasa profundidad de nuestra experiencia, lo hueco de muchos cultos y la manera servil de cómo imitamos al mundo, nos indica la superficialidad del conocimiento que tenemos de Dios. La vida religiosa, fría y mecánica que vivimos en estos días es lo que ha provocado la muerte de la sed de Dios, de buscarlo ardorosamente, con clamores como los expresados por el salmista David en muchos pasajes como el mencionado. La complacencia es la enemiga mortal de todo crecimiento espiritual justificándolo muchas veces, con el falso argumento de que si tienes a Dios ya no es necesario buscarlo.
Esta genuina sed y hambre de Dios pueden resumirse en expresiones tales como el clamor de Moisés: “Muéstrame tu gloria” (Ex 33:18) o el torrente de deseos espirituales del apóstol Pablo: “y ciertamente aún estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús” (Fil 3:8).
Nuestros himnarios y cancioneros contemporáneos están llenos de expresiones que reflejan esta constante búsqueda que se prolonga más allá de aquel acto inicial de “aceptar a Cristo” con el cual muchos “duermen”.
Es algo patético ver a los hijos de Dios sentados a la mesa del Padre y desfalleciendo de hambre, pues no pueden ser parte del banquete. Nuestro bien recordado Wesley sentenciaba: “Se pueden tener excelentes opiniones acerca de Dios sin que ello signifique que se lo ame o se desee servirlo. Satanás es prueba de ello.”
Vivimos en un tiempo de notable difusión de la Palabra de Dios, quizás como nunca antes en la historia; sin embargo la temperatura espiritual de nuestra sociedad está casi en el punto de congelamiento. Lo cierto es que la gente no se alimenta sólo de palabras y correctas doctrinas, sino de Dios mismo. Predicar las buenas nuevas debe ser el medio por el cual un alma sedienta llega a conocer a Dios y gustar cuán dulce y grato es sentirlo en el corazón.
Cualquiera que desee conocer y servir fervientemente a Dios debe saber que Dios es una persona a la cual nos acercamos y llegamos con el candor y la sinceridad de un niño; y conocerlo a Él requiere dedicar tiempo para escucharlo, hablarle y experimentarlo en un intercambio continuo e ininterrumpido.
Es éste el tiempo que nos roba Satanás con sus distracciones. Sólo la presencia del amoroso Dios en nuestro corazón, que nos lleva a las alturas de su majestad y nos hace conocer las profundidades de su amor, puede inspirar y generar en nosotros las actitudes y acciones propias del Reino de Dios y no imitaciones huecas y frías.
Sólo Cristo puede encender la llama de nuestro corazón con su poderosa Palabra (S. Lc. 24:32); puede quemar el altar hasta que nos quebrantamos en su presencia para hacernos vivir el amor de Cristo. Sin este fuego interior todo suena hueco y vacío.  ¡Él quiere que lo deseemos! y, triste es decirlo, nos está esperando a muchos de nosotros por mucho tiempo. Y hasta ahora ha sido en vano.
Tal vez esta oración extraída de un escrito hecho por un hombre que vivió cerca de Dios, A. W. Tozer,  sea lo que nos haga encender la llama en nuestro corazón.
“Padre, ansío conocerte, pero mi cobarde corazón teme dejar a un lado sus juguetes. No puedo deshacerme de ellos sin sangrar interiormente, y no trato de ocultarte el terror que eso me produce. Vengo a ti temblando, pero vengo.
Te ruego que arranques de mi corazón todo eso que ha sido tantos años parte de mi vida, para que tú puedas entrar y hacer morada en mí sin que ningún rival se te oponga. Entonces harás que tu estrado sea glorioso; no será necesario que el sol arroje sus rayos de luz dentro de mi corazón, porque tú mismo serás mi luz, y no habrá más noche en mí…”

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