miércoles, 28 de julio de 2010

ÉTICA CRISTIANA

Según una teoría bien conocida y ampliamente aceptada, los paradigmas que controlan el quehacer científico van cambiando a lo largo de los siglos de manera imprevisible. Un hecho fortuito como una guerra o un hallazgo imprevisto, puede llegar a presentar nuevos desafíos y problemas que terminan cambiando el viejo modelo científico por una nueva mentalidad revolucionaria. Ese nuevo paradigma exige pensar otras razones para los mismos fenómenos, que ahora se "ven" desde un marco teórico diferente. De allí se ha deducido erróneamente que el rumbo de la ciencia no está atada a ninguna orientación, ni ideológica ni moral, y que avanza al paso de sus propios problemas.

¿Pero, es tan así? ¿Por qué es la guerra la que sirve de acicate a múltiples descubrimientos científicos y no el hambre de la humanidad? ¿Por qué es que cierta tecnología se desarrolla vertiginosamente mientras que otras, por carecer de competitividad para el mercado, aunque más urgentes, se estancan y mueren? ¿No sería más honesto admitir que la ciencia sí está vinculada a la ambición de poder político y de lucro, y que su rumbo no está dictado simplemente por un dinamismo autónomo?

Por eso es que también me intranquiliza cuando oigo hablar de una ética "profesional" como distinta de una ética "personal". Se piensa, por ejemplo, que la ética biogenética pertenece a un dominio remoto de nuestra moral cotidiana. Que sea remota, sin embargo, no la hace autónoma. Tampoco es autónomo el barrilete distante que flamea en el aire, llevado de un lado a otro por ráfagas de viento. Hay un hilo que baja a tierra, hay una mano que sostiene el hilo. Del mismo modo, ni el azar, ni la necesidad, ni las circunstancias, ni los avances imprevisibles del conocimiento técnico o científico pueden por sí mismos, imprimir un rumbo sostenido a la ciencia. Necesitan de la participación humana. Son las acciones y decisiones personales las que en última instancia orientan corporativamente el rumbo de las cosas.

Por cierto que eso no significa que somos omnipotentes, o que, como en la metáfora del barrilete, no sólo controlamos el hilo sino también el viento o los cambios de temperatura. Significa sí, que tenemos la responsabilidad de comprender los efectos del viento y conocer los movimientos del aire siguiendo la metáfora para adecuarnos a ellos y saber utilizarlos. Si no son procesos totalmente controlables, tampoco debemos aceptar que tengan un dinamismo autónomo. Debieran depender de quienes mejor conocen el tema y de su solvencia moral para tomar decisiones.

Se dice que quienes investigaron la fisión del átomo hasta hacerlo una realidad pavorosa y destructora, no sabían el riesgo que corrían y, que hoy lo lamentan. Pero cabe preguntarse: De haber evaluado los beneficios junto a los efectos negativos de largo alcance ¿hubieran considerado prudente lo que hacían? ¿No es más probable que lo mismo hubiera vendido su alma por un puñado de monedas de prestigio? Cuando alguien defiende obstinadamente una docena de "avances científicos" y niega el saldo de consecuencias adversas que traen, tiene "el entendimiento entenebrecido" o es sencillamente "necio", dos descripciones bíblicas de este tipo de conducta humana.

En el Génesis vemos que Dios invitó al hombre a ejercer la mayordomía responsable de la tierra. Y podemos inferir que, por ser semejante a Él, el hombre debía ser responsable de que lo que teorizara, fabricara, o impulsara, fuera "bueno" y, en lo posible, "bueno en gran manera", como reflejo de su Creador. Fue una invitación a ejercer vocaciones responsables. Vocaciones basadas en la competencia necesaria para juzgar y actuar. Y hoy, podríamos agregar profesiones donde no se manipulen los hilos del barrilete sino que se los dirija para que las cosas sean buenas.

¿QUÉ ES LO BUENO?

Así como intranquiliza la idea de la autonomía de la ciencia, también es cuestionable la creciente distinción entre justicia pública y moral privada. Se entiende la justicia como una virtud social que deriva de la convención que cada cultura elabora, y la moral personal, como limitada al ámbito de la vida privada. Según esto, cada uno tiene derecho a la moral privada mientras no afecte la justicia pública.

Esta dicotomía resulta profundamente perturbadora. Si la justicia es sólo el conjunto de convenciones que ponen límites a la convivencia, y la que regula normas para el ejercicio de la vida pública, bien podría generarse una "justicia" perversa emanada de una mayoría que pensara esa convivencia de forma radicalmente distinta. Hoy creemos que la justicia de la mafia no es verdadera justicia, y que la lealtad entre ladrones no es verdadera lealtad. Pero si la justicia no deriva su contenido sino de convenciones humanas mayoritarias, bien podría llegar el momento en que el contenido de "lo justo" termine cambiando totalmente en nuestra sociedad.

Sin embargo, y pese al relativismo imperante, el reconocimiento de un orden de justicia universal pareciera ineludible. Si lo pensamos un poco, hasta quien sólo respeta el código de honor de la mafia tropieza con situaciones que lo superan. Por ejemplo, si está "bien" matar ¿por qué llora (o se venga) el mafioso si alguien mata a su hijo? Su reacción parece decir que está aprobando con su dolor, aquello que antes descartaba con su moral criminal. La verdadera justicia se le hace patente ante ciertas circunstancias en que quisiera que esa ley moral se cumpliera. Y aunque ayer hacía caso omiso de ella, un golpe de la vida lo sorprende reconociendo "que la ley es buena". Está admitiendo, como decía Pablo en su carta a los Romanos, que lo que él no hace es, sin embargo, lo que debería hacerse.

LA ÉTICA CRISTIANA

Pero la ética cristiana es más que un corolario lógico que nos advierte que la justicia debe ser universal y necesario para ser "justa". El cristiano sabe que hay algo más que lo hace actuar moralmente, y es que reconoce el origen de lo justo en la esencia misma del carácter de Dios. El bien y la justicia están en él. Él es lo justo y lo bueno, y por eso amamos ambas cosas al amarlo a él. La obediencia a las normas se transforma en adhesión a su persona. Llenar de contenido esas palabras significa para nosotros al menos dos cosas.

En primer lugar que debemos observar a Jesús, ya que sólo él pudo decir "el que me ha visto ha visto al Padre". Preguntarnos ¿cuáles fueron sus prioridades? ¿Cómo era su manera de tratar a las personas? ¿Qué hizo para cumplir la ley? Por cierto que no se dedicó a modificar las instituciones de manera tradicional ni utilizando la violencia. Pero su compasión, su indignación, su autoridad moral, y todo lo que dijo sobre lo justo y lo injusto, terminaron cambiando las decisiones personales y comunitarias de quienes se hicieron sus discípulos, hasta conmover los cimientos de la cultura pagana del primer siglo.

En segundo lugar, Jesús es el ejemplo de que la conducta y la moral personal tienen peso social. Si vivo verdaderamente mi fe, entonces mi docencia, mis investigaciones, mis transacciones comerciales, mis proyectos y mi participación social, tendrán "algo" diferente, que quizás no lo note yo mismo, pero sí los demás. Quizás no logremos ser totalmente coherentes, y más de una vez caigamos en claudicaciones, pero si nuestra meta es la obediencia y nuestra intención es honrarlo, "todo nuestro cuerpo tendrá luz": nuestra vida irá en la dirección correcta. Quizás nuestra trayectoria por este mundo sólo represente un milésimo más de sal o un destello fugaz de luz con el que Dios mantiene viva su presencia en medio de la corrupción.

ÉTICA PERSONAL PERO NO PRIVADA

Ser sal y luz: Esto podrá ser así si recordamos que la ética cristiana es personal pero nunca privada. Es personal porque depende de nuestras decisiones; porque depende más de nosotros, que del entorno; porque hemos elegido vivir por el ejemplo de Cristo aun en contra de las costumbres que prevalecen en la sociedad.

Pero eso no significa que la consideremos sólo privada: es pública también. A veces se dice que "la moral privada es cosa de cada uno, siempre que no moleste a los demás". En ese sentido, la ética cristiana podría considerarse como una opción más entre otras, una ética que se prefiere, por ejemplo, a la musulmana. Podríamos guardar celosamente nuestras convicciones como un derecho de conciencia. La esencia del individualismo liberal es precisamente eso: "la inviolabilidad de la conducta privada".

Dice Milan Kundera en El arte de la novela: "…la cultura europea se ve hoy bajo ataque en lo que tiene de más precioso: su respeto por el individuo, por su pensamiento original, y por su derecho a una inviolabilidad de la vida privada".2 Pero la ética cristiana, aunque personal, nunca fue pensada para ser privada, sino pública. Es una ética testimonial que llevó a muchos al martirio. Si la ética depende del carácter de Dios, entonces no puede ser una de muchas opciones éticas sino la base moral universalmente verdadera para todo individuo, en toda cultura, y en todos los tiempos.

¿Cuándo surge esta idea del carácter "privado" de la ética individual? El proceso es largo y complejo. Según muchos analistas, con el surgimiento de las ciudades renacentistas, cuando los hombres experimentaron la posibilidad, negada durante la época feudal, de orientar su propia vida. Como consecuencia, también fue desapareciendo la fe en "la Providencia" (con la que se habían justificado lamentablemente muchas injusticias).

Según este análisis, lo que sucedió fue que la disolución de la idea de una "voluntad divina" comenzó a reflejarse en el hecho de que una pregunta como "¿para qué he sido creado?", dejara de ser una pregunta viva. En lugar de esa preocupación, surgió "el sentimiento de que el hombre es el hacedor de su propio mundo… [Y que] configurar el destino propio significa vivir y actuar con los demás, pero libremente: La medida del éxito y del fracaso está en algún modo en consonancia con las demandas de la sociedad y las posibilidades que brindan los demás. En lugar de la voluntad del señor feudal, o de voluntad divina, la convivencia social se convirtió en la única medida del sistema de valores del individuo".

Pero el concepto de la moral cristiana no surge del contexto de relaciones entre hombre y hombre, sino en las relaciones del hombre con Dios. Obrar bien es obedecer a Dios porque amamos su persona, su carácter. De allí derivamos la naturaleza normativa de nuestra conducta hacia los demás. Obrar mal es alejarnos del carácter de Dios; es pecar, o no dar en el blanco.

De allí entonces, que la ética no pueda dejar de ser, como dijimos, personal y social a la vez: puesto que Dios nos pide compartir su preocupación por los hombres, nuestra ética es social. Y jamás podrá ser privada y no pública, porque Dios nos pide, por amor al mundo, hacer que nuestra pública obediencia a él sea su forma de alcanzarlo.

La ética personal, vivida con integridad y por amor a Dios, es por lo tanto, inescapablemente social y pública.

LA ALEGRIA DE UNA VIDA SENCILLA

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