jueves, 9 de septiembre de 2010

AUMÉNTANOS LA FE

Por: Elsie R. de Powell
Como muchas cosas en la vida, la fe nos muestra dos caras de una misma realidad. La frase “auméntanos la fe” lo pone en evidencia: nos muestra por un lado un deseo, una necesidad, un sentimiento de carencia. Es el lado subjetivo de la fe. Pero también refleja un pedido dirigido a Alguien. Al seguir la mirada de los discípulos, la vemos clavada en el rostro de Jesús, el objeto de su fe. Esa fe se originó alguna vez a la orilla del mar, o junto a la mesa de los tributos, o bajo la sombra de un árbol, pero en todos los casos fue porque se encontraron con Jesús. Es el lado objetivo de la fe.
En el momento de expresar su necesidad de “tener más fe” las cosas se habían puesto difíciles para los discípulos; su ánimo era expectante, y quizás, temeroso. ¿Qué sentimientos pasaban por su alma al hacer tal pedido? Al verlos necesitar más fe, intuimos que se avecinaba algo para lo que no estaban preparados. ¿Sentirían temor por su futuro, vacilaciones inesperadas, cansancio, desilusión?
Probablemente todo esto; pero la pregunta, tal como está formulada, refleja algo más: Tienen temor, pero quieren superarlo. Sienten la desilusión, pero buscan esperanzas. El Señor les ha preguntado si ellos también quieren irse y le han contestado que no. En medio de su fe vacilante, hay en ellos una fidelidad difícil de explicar; aquella tozudez del que llega al borde de sus fuerzas y quiere seguir creyendo; el que no sabe decir por qué cree todavía, pero sí sabe que quiere creer a pesar de lo que le va a costar.
La cara subjetiva de esas emociones nos revela mucho, pero es importante reconocer que ninguna de los dos aspectos es suficiente por sí solo: necesitamos de lo subjetivo pero también de ese factor objetivo que es el conocimiento real de quien fue (y es) Jesucristo.
Para los primeros discípulos judíos, tener fe era vincular las obras de Dios en el pasado, con su revelación en el presente por medio de Jesús de Nazareth. Dios había cumplido históricamente su promesa. Pablo llega a decir que “la fe vino” (Gálatas 3:23) no nació en ellos sino que llegó y comenzó en Jesús.
Jesucristo se manifestó de una manera objetiva y por eso podían decir: “…A éste Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios lo ha hecho Señor y Cristo” (Hechos 2:36). De modo que aun la vida y la muerte se volvieron en testigos objetivos de su fe en Jesús.
Jesucristo no es sólo el autor sino el consumador de la fe, el que la lleva a su victoria final. Es un hecho histórico pero también escatológico. Sólo Jesucristo puede invitarnos a aguardar ese “algo más” de lo que es. El futuro de la fe se hace realidad en él. En Cristo, como dice Pablo, hay una nueva realidad. Sin él, nuestras emociones serían vanas, mera expresión de deseos, sentimentalismo.
O peor aún, nuestras emociones podrían llevarnos a tener la fe ciega y dogmática del fanático. Además, si sólo dependiéramos del calor de nuestras emociones para fundar nuestra fe, nuestro testimonio carecería de autoridad. Es lo que sucedió en las capas juveniles del protestantismo alemán del siglo XIX. Dice Hegel al respecto:
Lo que se tiene en el sentimiento es completamente subjetivo, y sólo existe de un modo subjetivo. El que dice “yo siento así”, se ha encerrado en sí mismo. Cualquier otro tiene el mismo derecho a decir: “yo no lo siento así”; y ya no hay terreno común. Cuando alguien dice que la religión es para él cosa del sentimiento y otro replica que no halla a Dios en su sentimiento, ambos tienen razón. Así pues, reducir de este modo el contenido divino al mero sentimiento es decir, la revelación de Dios, la relación del hombre con Dios, la existencia de Dios para el hombre– es limitarse al punto de vista de la subjetividad particular. Si nada sé de Dios, nada serio puede haber que limite y constriña mi relación con él.” (El subrayado es mío).
El movimiento subjetivista que había penetrado la cultura del pueblo alemán de aquella época se llamaba “Romanticismo”, y cautivaba las mentes de los jóvenes protestantes. Pretendía ser un movimiento cristiano: “Sentían” a Dios en todo lo bello, en la literatura y en la música, y también “palpaban” a Dios en la naturaleza: Los poetas se exaltaban con el rumor “del Espíritu” partiendo de los bosques, los acantilados, la luna, las olas encrespadas.
¡Y luego se emocionaban con su propia capacidad espiritual de poder expresar tan bellamente su fe! Finalmente comenzó a plasmarse un peligroso orgullo teutónico que se convertiría poco a poco en la exaltación de la raza aria (y finalmente en el odio a los semitas). Se creían cristianos, porque se “sentían” cristianos; pero sus emociones comenzaron a ir a la deriva, como un barco sin anclaje. Habían olvidado al autor de la fe.
Pero una fe puramente “objetivista”, despojada de su polo emocional, puede estar tan mal fundada como la actitud anterior, y orientarse tan peligrosamente como aquella.
¿Experimentamos la ternura de Cristo en nuestra debilidad? ¿Conocemos la emoción de adorarlo? ¿Nos conmueve la misericordia cuando estamos frente a un ser despreciado, por quien Cristo murió? Si no es así ¡qué terrible será descubrir que una fe sólidamente fundada en conceptos, pero sin amor, bien podría permitirnos mover montañas pero hacernos desaparecer ante la mirada de Dios!: Sin amor, dice Pablo, no soy nada (ni nadie).
Dice el teólogo J. H. Yoder (ya fallecido), que la fe desviada de su verdadero centro en la persona de Jesús, comienza a desvirtuarse básicamente de dos formas, hasta perder autoridad en nuestra vida. Si exaltamos tanto a Cristo que comenzamos a creer que es solamente una persona divina, ajena a la condición humana de carne y hueso, nuestra fe en la normatividad de sus palabras se debilita.
Lo que él fue y lo que él dijo pasa a ser sólo un ideal muy alto, demasiado alto para nosotros: y como no podemos alcanzarlo nos conformarnos con menos. Ante cada tentación, esa postura no puede sino socavar nuestra obediencia. Y a medida que se desdibuja la persona real e histórica de Jesús, decrece la fe. Un Jesús puramente espiritualizado o idealizado, se aleja de nuestra cotidianidad. Se convierte en un mero ideal que ya no nos toca. Terminamos adoptando criterios puramente humanos para resolver nuestros dilemas en la vida.
El segundo peligro es exagerar la humanidad de Jesús. Verlo a tal punto en su ropaje cultural de un judío del primer siglo, que perdemos de vista su divinidad. Terminamos por disminuida, y adecuar su figura a categorías sociológicas alternativas. Jesús revolucionario, Jesús moralista, Jesús educador.
Nuevamente habremos perdido el objetivo real de nuestra fe, y no tenemos en quien apoyarnos. El Jesús humano, o meramente humano, carece de autoridad, nos resulta históricamente remoto, no nos sirve de base sostenida y duradera de la fe. Un Cristo puramente humano ya no nos intimida; no le tememos.
Para aumentar nuestra fe necesitamos tener presentes todos los rasgos de Cristo: humanos y divinos. El Cristo amigo que “toca a la puerta” de nuestra intimidad, pero también el Cristo que “gobernará a las naciones con vara de hierro” (Apocalipsis).
El Cristo preexistente de (Efesios 1-3), en quien la realidad cósmica y humana adquiere su forma y sentido, pero también el Cristo crucificado de los Evangelios. El Cristo que levanta los niños en brazos y restaña las lágrimas de una mujer adúltera, tanto como el Cristo que viene a separar las ovejas a la derecha de los cabritos a la izquierda. El que supo escabullirse de una turba exaltada pero también “encaminar su rostro” para morir en Jerusalén.
Necesitamos aumentar nuestra fe en el Salvador y el Juez, el Amigo y el Rey, el Crucificado y el Resucitado, el Amado de nuestra alma y el Hijo eterno de Dios.
Necesitamos las dos caras de la realidad.

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